2 de abril de 2010

RESURRECCIÓN DE CRISTO

La Resurrección es una verdad fundamental de La fe cristiana. Dios Padre resucitó a su Hijo Jesucristo.

Resucitar no es igual que revivir: Revivir es volver a la vida, con lo que la vida se prolonga hasta que, finalmente, le llegue la muerte. Jesús revivió a Lázaro, a la Hija de Jairo, al hijo de la viuda de Naín. Así demostró que tenía poder sobre la misma muerte.


Resucitar tampoco es vivir en el recuerdo de los que permanecen en esta vida, ni reencarnarse, en otras futuras personas que vivirán posteriormente.


Resucitar es salir del espacio y del tiempo, para vivir en la eternidad. Necesita ser precedida de la muerte; que en definitiva consiste en desprenderse de todo elemento físico y temporal.


Cristo resucitado no es un cuerpo revivido, ni un recuerdo, ni un fantasma, ni una mera energía. Tampoco se trata de una alucinación de los apóstoles.


La muerte y la resurrección de Jesucristo fue un acontecimiento que sacudió al mundo y que transformó la historia de la humanidad. Cristo vive para siempre con el mismo cuerpo con que murió, aunque transformado y glorificado (Cf. Cor.15:20, 35-45) de manera que goza de un nuevo orden de vida como jamás vivió un ser humano.


Cristo resucitado es el primer fruto (Cf.1 Cor 15:20) de la nueva creación. Con su cruz, Él ha abierto las puertas para que nuestros cuerpos también resuciten. Por eso los cristianos no solo creemos en la resurrección de Jesús sino también en "la resurrección de la carne", como profesamos en el credo de los Apóstoles; es decir en la resurrección de todos los hombres. Sobre esto escribe San Pablo: "Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo" (I Cor. 15:21,22) y mas adelante: "En un instante, en un pestañear de ojos, al toque de la trompeta final, pues sonará la trompeta, los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados" (I Corintios 15:52).


Los que creemos en Cristo y hemos sido bautizados participamos ya de esta nueva vida. Como dice san Pablo hemos sido “injertados en Cristo Resucitado.” Así, unidos a Cristo resucitado somos hijos adoptivos de Dios.


Esta vida activa en nosotros se llama gracia. Se puede perder por el pecado mortal, pero se puede recuperar por el perdón sacramental, y la debemos aumentar viviendo fielmente nuestra fe. La gracia nos da fortaleza, esperanza y la capacidad de un amor sobrenatural. Nos hace capaces de comprender el sentido profundo de la vida y de las luchas porque nos comunica la perspectiva de Dios. El cristiano, movido por el Espíritu Santo vive en gracia de Dios, preparándose para la continuación de su vida eterna después de la muerte. Esta vida de Cristo la vivieron los santos (Cf. Rom 6:8) de manera ejemplar. Todos debemos de imitarlos para ser también santos. Sin la gracia, los hombres caen en un gran vacío, en una vida sin sentido.


La muerte, por tano, no es el final. Vivimos y morimos una sola vez. Durante nuestra vida mortal decidimos nuestra eternidad. Recibimos la gracia y la misericordia de Dios que nos abre las puertas del cielo. Al final del tiempo se establecerá plenamente el Reino del Señor.


Todos resucitaremos. No comprendemos cómo será nuestro cuerpo glorioso; sí sabemos que será similar al de Jesucristo: Un cuerpo no material, transformado y glorificado similar al que hoy tenemos, que no necesita ser alimentado, que no envejece, que no sufre y que está fuera del espacio y del tiempo y preparado para poder gozar eternamente de Dios. Así lo expresa San Pablo: "Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es." (I Juan 3:2)